martes, 11 de junio de 2013

El olor de la batalla

Esta semana os presentamos otro de los relatos que aparecen en la versión oficial de T3P. En este caso, es el último de los 5. El primero es La séptima nación y El designio de los huesos el segundo. Hay dos más que todavía no hemos mostrado; pese a todo, se puede disfrutar sin problemas de éste último.

El relato habla de cómo las naciones de Aleiea se preparan para una batalla épica contra los jormungard. Attar III, emperador de Setia, es quien conduce a los ejércitos aliados. Mientras el enemigo se halla cada vez más cerca, el emperador duda que todas las naciones acudan al llamado de auxilio. La cruda realidad es que, de no hacerlo, posiblemente los jormungard terminen arrasándolo todo.

***



-Emperador… -el vigía entró en la tienda de campaña haciendo una reverencia, al tiempo que saludaba tocándose el pecho con el puño-. Traigo noticias desalentadoras.
            Attar III le respondió alzando una ceja.
            -No hay noticias desalentadoras, soldado –dijo en tono firme-, sólo hombres desalentados. Habla, ¿cuántos son?
            -Veinte mil, puede que más.
            -¡Veinte mil jormungards! 
             Quizás las noticias si fueran desalentadoras.
            -También llevan gigantes de hielo como apoyo pesado; unos doscientos –al emisario le temblaba la voz.
            Attar rechinó los dientes.
            -¿A cuánta distancia se hallan?
            -Muy cerca. Estarán sobre nosotros en unos minutos.
            -¡Maldición!
            El Emperador dejó los planos de guerra que estudiaba y salió de su tienda. Fuera, las extensas llanuras de Setia ofrecían una visión majestuosa. Al oeste el horizonte se cubría de una tonalidad blancuzca, fruto de los vapores que el calor hacía subir desde el mar de Basara; al sur, la calima del Yermo Rojo teñía el cielo de carmesí. Al este, la llanura se extendía hasta donde alcanzaba la vista, ofreciendo siempre el mismo paisaje árido; y al norte… al norte las montañas de Nifheim, aquella cadena de picos siempre nevada, pero que ahora cubrían unas nubes oscuras. Delante de éstas, una densa polvareda anunciaba la llegada inminente del ejército enemigo.
            Acuclillándose, Attar posó una mano sobre la tierra. El cálido suelo temblaba muy levemente, pero de forma perceptible. Los jormungard pisaban con fuerza, y caminaban directos a cosechar las almas de sus enemigos.
            -Emperador Attar –saludó Titus Pluvio, uno de los generales del triunvirato perga-, nuestra nación está preparada. Hemos recibido las noticias de los ojeadores. Pelearemos hasta el final, con ayuda de los dioses.
            -Llevad vuestras tropas al flanco izquierdo. Avanzad desde allí en un movimiento en pinza.
            -Hemos sabido que más de veinte mil jormungards caminan hacia nosotros.
           -Lo sé, general –Attar había tomado un puñado de tierra, que apretaba con fuerza-. Por eso necesito que rodeéis sus tropas y alcancéis la retaguardia. Con un poco de suerte, si acabamos con los einherjers, las tropas quedarán desorientadas durante algún tiempo. Tal vez eso nos dé una oportunidad.
            -¿Dónde están las demás naciones?
            Attar no respondió de inmediato. En lugar de eso, su mirada se paseó por los hombres y mujeres que componían la resistencia de Aleiea contra las huestes de Nifheim. Él mismo había movilizado a su ejército de Medo. Quince mil guerreros bien adiestrados y pertrechados; por su parte, Pérgamo traía a los hombres y mujeres de las islas, otros diez mil. Superaban al enemigo en número, pero no en potencia de ataque. Uno de aquellos Jormungards valía por cuatro o cinco humanos, y Attar lo sabía.
            Se hallaban en desventaja. ¿Y Raddashay? Estaban allí, sí, pero los rakk no poseían un ejército al uso; jamás lo habían necesitado. Su habilidad para generar y mantener acuerdos les había mantenido en paz con las demás naciones, y evaporado así cualquier intención de conquista. Los rakk enviaron a ochenta de sus guardias de caminos, los siniestros mawanpur. Aquellos hombres y mujeres eran buenos luchadores, y probablemente sabían desenvolverse mejor que buena parte de sus soldados, pero no eran un ejército.
            Pero, ¿y Mener? Los embajadores rakk habían acudido para convencerles de que participaran en la guerra. De conseguirlo, la nación del desierto iría acompañada de sus esclavos nuans; fieros y valientes luchadores a los que no amedrentaba ningún oponente. No obstante, Méner era orgullosa, demasiado orgullosa. Una guerra tan alejada de sus fronteras no le importaba; es más, podría incluso beneficiarles. Todo dependía de lo bien que hubieran jugado sus cartas los embajadores de Raddashay. Por desgracia, Attar no había recibido noticia de ellos.
            ¿Y salix? Los habitantes del bosque no habían dado señales de vida. Los pergas aseguraron que vendrían, «no ayudarán al Imperio», había dicho Titus, «pero sí apoyarán a Pérgamo; siempre lo han hecho, y siempre lo harán». Sin embargo, tampoco se encontraban allí.
            -Dijiste que los salix vendrían –recriminó, volviéndose hacia su interlocutor.
            -Es cierto. No sé qué… -comenzó Titus, pero le detuvo un sonido.
            Procedía de varios cuernos, gaitas y tambores. Entonaban una marcha de guerra, una melodía que animaba el espíritu. Attar y Titus miraron a occidente. Desde allí, marchando a la carrera en columnas de a cuatro, se aproximaba el ejército salix. Los jefes de cada aldea llegaban primero, seguidos por los druidas y los arqueros; y después, un contingente de casi ocho mil almas. Hallstatt, que marchaba a la cabeza, alzó su hacha Lughtar, y los demás respondieron lanzando un rugido ensordecedor.
            -Te dije que vendrían –Titus sonreía de medio lado-. Los salix siempre ayudarán a Pérgamo.
            Attar reconoció que le alegraba ver cómo la gente del bosque había respondido. Eran desorganizados, peleaban igual que bárbaros y vestían planchas de metal cubiertas con pieles como toda armadura, pero no había una nación en toda Aleiea que conociera mejor a los jormungards que ellos. Cada salix era, en aquella batalla, un soldado veterano.
            Hallstatt, el líder salix, era un hombre corpulento, de pelo y barba enmarañados, y con una larga cicatriz allí donde debía estar su ojo derecho. Se adelantó hasta Attar y Titus, y una vez frente a ellos, se aclaró la garganta, lanzó un gargajo, y apoyando su enorme hacha en el suelo, dijo a modo de saludo:
            -Nosotros iremos en la vanguardia. Hemos visto a los jormungard mientras veníamos hacia aquí, y nos hierve la sangre de ganas por aplastar sus cráneos. Queremos ser los primeros en matarlos.
            -De acuerdo –respondió Attar, estudiando a su aliado con algo de recelo-. Avanzaréis los primeros.
            -Honraremos a Gaia derramando su repugnante sangre –asintió el salix; y dejó salir una risotada bronca-, igual que hicieron ellos con nuestros hombres en la primera batalla, semanas atrás. Por cierto, ¿dónde están esos estirados menérios? He oído que vendrían.
            -Parece que los rakk han fracasado en su diplomacia –intervino Titus.
            -Espera, Titus –cortó Attar; había detectado algo a su retaguardia.
            En efecto, desde el suroeste se aproximaba una nueva polvareda. Entre ella avanzaban las tropas de Méner. Soldados y sacerdotes, expertos en el manejo de la mística. Marchaban apoyados por los nuans, que vestían poco más que un taparrabos o una falda corta, desarmados o equipados con armas de hueso. No obstante, Attar sonrió. Aquello era lo que necesitaban para la victoria.
            En mitad del ejército viajaba un enorme palanquín sostenido por veinte nuans. Allí, con toda seguridad, venía la gran sacerdotisa Dyphreitah. Aquella con quien no mantenía muy buenas relaciones. Sin embargo, Méner había respondido, y aquello era lo que importaba.
            -No hay que subestimar el poder de convicción de un rakk –sentenció el Emperador-. Han logrado convencer a Méner para que sea nuestra aliada.
            -Bien dicho –respondió Titus-. Posiblemente tendrás que valerte de uno para negociar tu liderazgo frente a la suma sacerdotisa menéria. No creo que su ejército esté muy dispuesto a obedecer tus órdenes.
            Attar asintió y abrió la boca para hablar, pero de nuevo intervino un nuevo acontecimiento. Esta vez se trataba de un sonido estremecedor. Llegaba desde el norte, arrastrado por el viento en un eco tenebroso:
            Jormungard.
            El enemigo ya estaba allí. Lentamente, el Emperador volvió la cabeza para ver que, en efecto, la vanguardia de la séptima nación había llegado hasta ellos.
            No había tiempo para la diplomacia con Méner. Llegaba la hora de improvisar, de olvidar las viejas rencillas y pelear contra un enemigo común. De no ser así, Aleiea, tal y como la conocían los hombres, formaría parte de un brumoso recuerdo.

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