viernes, 28 de septiembre de 2012

La séptima nación

Hoy, en primicia, publicamos uno de los relatos que formarán parte de juego de rol Behemot. La tierra de los tres pilares y que habla de uno de los mayores peligros de Aleiea, la temida Séptima nación. Que lo disfrutéis:

***


Rayaba el amanecer en el horizonte. Las primeras luces se filtraban por entre la espesura, mientras el cielo se teñía con los rosados dedos de Gaia. El bosque Sálix despertaba; crujían las ramas de sus árboles como quien se coloca los huesos tras un sueño apacible. La noche había traído las primeras nieves, las que anunciaban el invierno, y hasta donde alcanzaba la vista todo había quedado cubierto por un manto de nevazo. El trino de los pájaros desperezaba lentamente a las bestias, pero no a Aracos; él llevaba mucho tiempo despierto. Aguardando.

Su padre había abandonado la choza de madrugada, mientras todavía nevaba. Se despidió de su madre con un beso y un largo abrazo; demasiado largo. Luego, su padre tomó su hacha lughtar, salió al exterior y clavó el mango en la nieve. Se arrodilló, con la frente pegada a las hojas gemelas que recordaban los dos colmillos de un lobo, y entonó una oración silenciosa a Cerumnos, al espíritu de la guerra de los sálix. Aracos, escondido tras la ventana de su habitación, jamás le había visto hacer algo así, ni siquiera cuando su padre combatió contra Setia. Los enfrentamientos contra el gran imperio de oriente resultaban peligrosos, pero aquella noche su padre parecía estar a punto de lanzarse a un destino mucho peor. Por aquella razón Aracos había sido incapaz de conciliar el sueño. Su cabeza quedó dominada por las preocupaciones, cavilando qué oscuro mal podría amenazar las fronteras del bosque, y por qué, en esta ocasión, las huellas en la nieve dejadas por su padre se encaminaban al norte, y no al este.
            
Por esa razón, cuando aún amanecía, Aracos abrió la puerta de su choza y siguió el rastro de su padre. Algo en su interior, tal vez un impulso evocado por el espíritu de su lobo totémico, le conminaba a lanzarse al bosque, a buscar respuestas. Echó a correr todo lo rápido que le permitieron sus piernas de niño, que se hundían hasta la rodilla en la nieve; dejó el poblado atrás, jadeando nubes de vaho, y se introdujo en el silencioso bosque.

Anduvo durante una hora, quizás dos. El sol ya calentaba la tierra en su cénit, y Aracos, a pesar del frío, sudaba por la carrera. Las piernas le temblaban por el esfuerzo. Se había internado en una zona del bosque que desconocía, demasiado al norte. Temía no encontrar el camino de vuelta a casa. En su cabeza comenzaba a germinar la idea de seguir sus propias pisadas de regreso al poblado, cuando un ruido extraño despertó todos sus sentidos. El espíritu del lobo en su interior se revolvió nervioso. Había sido un estruendo, semejante al anuncio de una tormenta inminente, pero surgido de boca de muchos hombres; cientos, quizás miles. El eco todavía envolvía los árboles con aquel bramido cuando Aracos volvió a ponerse en marcha, exprimiendo las pocas fuerzas que le restaban a sus músculos. No pasaron más que unos pocos minutos cuando el bosque vibró con un nuevo grito. De los árboles escapó una estampida de pájaros asustados. Aracos se topó con una colina; muy empinada. Trepó por ella, cada vez más impaciente por encontrar la fuente de aquellas voces, apoyándose en los retorcidos árboles que allí crecían; aferrando los matojos con sus manos desnudas sin importar que sus espinas le hirieran.

Un tercer clamor, mucho más fuerte que los anteriores, casi lo paralizó de impresión. Alcanzó la cima de la colina, y desde aquella posición pudo ver que se encontraba a uno de los lados de un valle. Al pie, a unos doscientos metros, un ejército de sálix todavía conservaba el último rugido de batalla en sus gargantas. Alzaban sus hachas, azuzados por cada uno de los jefes de poblado y las hacían entrechocar con los escudos. En un flanco, los druidas convocaban a los espíritus de la naturaleza, con sus túnicas agitándose por un viento imperceptible. Pero lo que más conmovió a Aracos fue ver a su padre, el jefe de su poblado, levantando el hacha lughtar por encima de su cabeza y lanzando palabras de ánimo a sus hombres, que le contestaban con una impaciencia rabiosa, con el creciente enardecimiento que provoca una pelea cercana.

 Pero entonces Aracos levantó la vista, y al otro lado de la colina presenció una imagen que ya jamás podría ser borrada de su memoria. Desde el norte, sobre el extremo opuesto del valle, las nubes ennegrecían y formaban zarcillos retorcidos. Como los brazos de un ser monstruoso, aquellas nubes cobijaban un ejército negro, compuesto por un millar de guerreros. Los sálix eran más numerosos, pero cada uno de aquellos enemigos valía por dos guerreros del bosque. Eran al menos dos cabezas más grandes, y mucho más corpulentos. Portaban descomunales hachas de hojas serradas, que mecían como si fueran livianas. Su armadura estaba compuesta con una mezcla de pieles, cuero y metal, salvo en la cabeza, donde se protegían con cascos de cuernos. A través de ellos surgía el vaho de sus jadeos.

Aracos sintió que su conciencia le recomendaba buscar un escondite, intimidada por el temor propio de un muchacho; pero su espíritu de lobo pudo más; le infundió el valor para continuar mirando, para no perder detalle de lo que estaba a punto de suceder. Si su padre no tenía miedo, ni ninguno de los hombres que se preparaban para el combate, él tampoco lo tendría. Aferró la nieve con sus manos desnudas y permaneció en su sitio.

Los sálix continuaban dándose ánimos; entrechocando sus hachas con los escudos, deseosos por que al fin llegara el enfrentamiento. Pero de repente el enemigo también quiso que su voz se escuchara. Se escuchó tan fuerte que el ejército sálix calló, y con él todo el bosque. Aquellos guerreros, tan parecidos a los hombres, pero extrañamente distintos, aullaron una sola palabra que se extendió por cada rincón de la tierra, cubriendo la atmósfera con el aroma de la muerte.

 Jormungard.

Era su nombre, lo único que sabían decir aquellos seres, ni humanos, ni del todo bestias. Era también la forma de invocar el poder de su Behemot, la monstruosa serpiente que los había creado, y que según las leyendas más siniestras habitaba en el extremo norte del mundo.

Jormungard.

Lo repitieron, una y otra vez, y cargaron llenos de rabia. Muchos hombres habrían huido entonces, pero no los sálix. Ellos habían combatido el mal del norte desde el principio de los tiempos. Sabían a qué horror se enfrentaban, pero continuarían defendiendo sus tierras hasta el final; hasta la muerte.
            
Después de aquel día, Aracos jamás volvería a ver a su padre

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